Experimentos sociológicos cjs

Algo un poco mejor que lo malo, pero nada es tan así, no es para ilusionarse.

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“Apoyador integral de locuras ajenas”

Posted by cruzsaubidet en octubre 23, 2018

 

Así como la mayoría de los días debo forzar mis sentidos para encontrar una historia, esta mañana hay dos que pujan por salir y aunque muy distintas entre sí, están conectadas en mi participación como “apoyador integral de locuras ajenas”. Porque si un amigo viene y me comenta sobre un emprendimiento tradicional (llamémosle poner un bar o fabricar medias para buzos de neopreno) mi reacción va a ser técnica y el apoyo no tan manifiesto. Sin embargo, cuando alguien me comenta una locura linda fuera de los parámetros establecidos, mi entusiasmo crecerá hasta el grado de convertirme en esa última gota necesaria en cada decisión. Tuve que tirar la moneda y la suerte se decidió por el Polaco.
Tomasz Nowak Cerrudo o el gringo Cerrudo o el polaco Tomi, allá en los albores de los noventas, era un hombre de treinta y pocos años, rubio, ojos claros, de aspecto de heladera antigua, dientes y orejas grandes y bigote estilo pizzero Italiano.  Andaba en una F100 nueva con unos cuernos texanos en el paragolpes, cosa que provocaba algunas burlas de los gauchescos y simpatía de mi parte. El polaco vivía con su madre en un campo sobre la ruta que va de San Cristóbal a Tostado, entre Santurce y La Cabral. Tierras malas y salinizas pero que bien manejadas pueden aguantar una vaca cada tres hectáreas. Claro que el polaco no estaba interesado en los bobinos y alquilaba sus seis mil quinientas hectáreas a su vecino. Su mundo eran el casco de la estancia y unas cien hectáreas alrededor.
El padre del Polaco tampoco era muy laburador, aunque la casa era una maravilla, no a la vista sino en innovaciones tecnológicas y mecánicas. Esa chispa estaba en su hijo que continuando la tradición siguió agregando elementos extraños e interesantes a su morada. El viejo Nowak se había matado en el 85 al estrellar su avioneta contra un molino mientras practicaba acrobacias para la fiesta del pueblo. Murió en su ley dijeron sus amigos del aeroclub quizás aliviados ante la posibilidad de poner en peligro a la población con piruetas aéreas demasiado osadas. El Polaco, ante la orfandad, decidió dejar la universidad de ciencias exactas en Córdoba e instalarse con su madre.
Una mañana, yendo yo para Aguará, paré a auxiliarlo de una pinchadura múltiple de ruedas. Cómo no tenía más ruedas de auxilio, lo llevé hasta su estancia. Ya me llamó la atención que tuviera un vaso térmico de café, aunque al ver su casa el vaso perdió magnitud. Había cuatro galpones diseminados alrededor de la casa y un tinglado gigante con dos avionetas.
En uno de los galpones estaba el taller mecánico, digno de envidia de cualquiera que yo conociera, con máquinas inexplicables y dos fosas impecables. Descansaban un Volvo rural viejo pero reluciente y un Jeep con ruedas desproporcionadas. En pocos minutos reparó las ruedas pinchadas y lo llevé de nuevo hasta la ruta. Al despedirnos me regaló el vaso-termo de café y me invitó a pasar cuando quisiera.
Así nos hicimos amigos, de encuentros de cervezas en la Shell de la entrada del pueblo, en el boliche y hasta compartiendo alguna pesca en el Salado. El Polaco siempre buscaba algo nuevo, había viajado mucho por el mundo y como sus finanzas estaban cubiertas ocupaba sus horas con inventos y teorías interesantes. Y así, tirada al azar, me comentó sobre la idea de crear el órgano de tubos más grande del mundo. El polaco había visitado el Boardwalk Hall en Atlantic City (yo estuve en 2007) y otro mega órgano en Filadelfia y sabía que no podía hacer algo así para superar el Guinness Record, pero, usando chapas de zinc y motores eléctricos quizás podría entrar a los record como el órgano de dos octavas con tubos más grandes y sonido más potente del mundo. Por supuesto que yo apoyé la idea y me comprometí a asistirlo en la construcción. La inversión era interesante aunque no dañaría las arcas de la familia Nowak Cerrudo, o no tanto ya que el polaco contrató a dos antenistas, un tornero, un chapista de autos, tres atorrantes del pueblo y al único afinador de pianos de la zona. Se colocaron ocho antenas de entre 115 y 80 metros separadas seis metros unas de otras, en cada una se insertaría dos o tres tubos de acuerdo a la escala musical. Yo pasaba un par de veces por semana para chequear los avances y cada visita me maravillaba la magnitud de la obra. Los tubos iban desde los 2 metros de diámetro hasta los sesenta centímetros y las alturas variaban aunque todos eran imponentes. Entre todas las opciones, el polaco había elegido hacer tubos labiales y durante meses el piso del tinglado estuvo cubierto de flautas gigantes que serían la última parte a instalar. Bajo cada antena, un compresor eléctrico proporcionaría el viento necesario para tres tubos. En un acoplado colocó el teclado y el panel eléctrico.
Desde la ruta podían apreciarse los tubos brillantes y varios curiosos se acercaron y tomaron fotos que a su vez vieron periodistas que también vinieron a observar la obra. Luego de dieciséis meses el órgano estaba listo y había que probarlo. Claro que ni el polaco ni yo sabíamos tocar mucho el piano, así que los primeros sonidos que escupió la estructura fue el cumpleaños feliz, básico, sin acordes, las notas nomás, que nos dejaron satisfechos aunque un poco sordos. El sonido era realmente potente.
El fin de semana de la fiesta del caballo en San Cristóbal, invitamos a todos los que quisieran a la inauguración, incluyendo choripanes, cerveza y música en vivo. Vinieron cerca de ochenta personas y las cámaras del canal local cuyo periodista estrella se empecinaba el llamarle piano al órgano. La mamá del Polaco fue la música invitada y se lució con la interpretación de “para Elisa” que sonaba raro en la potencia de los tubos. Hubo aplausos, video, periodistas y luego silencio.
A pesar de la repercusión en la prensa, las cartas y los llamados, la organización Guinness siquiera amagaba con venir a chequear el invento del Polaco. Alegaban que la distancia y el tiempo hacían imposible la visita y que la estaban programando para dentro de dos años. El polaco no se deprimió y siguió con nuevos proyectos. Yo me mudé y estuvimos desconectados unos años. Hasta que me llegó la invitación a su casamiento y esa fue mi última visita a su estancia. Los tubos seguían enhiestos e imponentes y la marcha nupcial fue ejecutada en el órgano. La última carta de Guinness postergaba un par de años más la visita.
Y la vida siguió…
Hasta anteayer, que mi hijo menor compró en una feria de libros usados los Guinness Records de 2008. Hojeando las cosas raras, allí estaba, el órgano con los tubos más grandes del mundo, acompañado de una vista aérea de la estancia del Polaco y esas ocho torres rodeadas de tubos. En la última foto estaba el Polaco de pie, con sus bigotes y menos pelo, sentada en el teclado junto a él, una adolescente apretaba las teclas, supongo que debe ser la hija de mi amigo. Masvaleasí.

Cruz J. Saubidet®

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Sobre tumbas de tuscas

Posted by cruzsaubidet en agosto 20, 2018

 

En cuanto llegué a la casa encendí la radio y prendí fuego, los pelos del brazo se me erizaban en cada movimiento y no podía manejar mis sensaciones. Saqué el catre y me senté a fumar un armado. Iván se acercó y se me enrolló en el tobillo, sentí que se apretaba más que otras noches pero me hacía bien la presión. Tuve que prender otro cigarrillo con la brasa del primero, mis nervios lo exigían.
El fuego subía un par de metros, le seguí agregando leña. Me recosté con la radio en la oreja y la víbora en el tobillo, cerré los ojos y descansé un rato entre sueños.
Algo me despertó y no fue un ruido, el fuego seguía fuerte y la luna estaba comenzando a alumbrar. Miré a los lados y nada, Iván ya no estaba en mi tobillo y se oía el chisporrotear de la fogata.
Me dio miedo la soledad de la noche sin ruidos. Cerré los ojos y de nuevo algo me hizo abrirlos. Miré hacia la galería y vi claramente a alguien sentado en la silla. La boca se me petrificó y no me permitía hablar, se me erizaron los brazos y mis ojos querían cerrarse pero no podían.
Desde la galería me miraba, en silencio. Como pude armé un cigarrillo y lo prendí con una brasa, no me animaba a caminar hacia la penumbra, ni a salir corriendo. La linterna tenía poca pila y apenas alumbraba, apunté hacia el bulto pero la luz no llegaba, agregué mucha mas leña para hacer del fuego una gran antorcha. La señal de la radio se había perdido y se escuchaba estática, el dial no respondía, todo era mudo.
Preso del terror me icorporé y caminé despacio hacia el visitante. Ahí estaba, sentado, inmóvil, panzón y transpirado.
– ¿Agustín? ¿Dónde andaba?
–Por ahí, a las vueltas, no del todo bien.
–Lo estuvieron buscando por todo el campo.
–Los vi, pobre Jorgito, como loco andaba.
– ¿Por qué no les salio al cruce?
–Ellos no me veían ni oían, yo les gritaba, me ponía en el medio del camino, trataba de manotearle las riendas, no se que me pasó.
– ¿No se acuerda de nada?
–Alguito nomás, me recordé temprano los otros días, de noche era todavía, y me dolía mucho el pecho. Me asusté, nunca me había dolido tanto. Fui a agarrar caballo y no podía enfrenar el pingo, trataba de poner el freno pero el brazo se me venía abajo como sin fuerza, vio.
– ¿Y qué hizo entonces?
–Grité fuerte a ver si andaba algún indio a las vueltas, ¡nadie no había!, era oscuro, las cuatro y media capaz, el pecho me chusiaba de adentro. Entonce salí caminando pa los toldos, caminar me calmaba un poco. Tranquié un rato por el monte, casi sin ver. En un momento me desapareció el piso y me vine abajo, era como un resumidero, alguna cueva, no sé bien que era.
– ¿Cuánto estuvo ahí?
–Ni idea, pero cuando abrí los ojos ya no me dolía nada, me sentía demás bien, era raro eso, a mí siempre me duele algo. Empecé a caminar, en patas andaba y ni una espina me clavaba, era raro también. Fui hasta los toldos y nadie no me prestaba atención, era como que no me veían, yo sí los veía, pero ellos como si fuera un ánima, ni pelota. Pensé que se habían enojado, vio como son, así que me volví al rancho, despacio. Otra cosa rara era que no tenía ni hambre ni sed, pero que se yo. El tema es que erré el camino y aparecí en la orilla del Pilcomayo y como estaba casi seco lo crucé, pensé que los milicos que pasaron en un Jeep me dirían algo, pero ni me miraron y siguieron recorriendo.
– ¿Cuántos días anduvo por Paraguay?
–Ni idea, Joaquín, no sé como pasaban los días, me parece que me dormía de golpe y cuando me levantaba era otro día, andaba perdido y medio asustado.
– ¿Y entonces?
Yo nunca dejé de lado el susto, sabía que no era normal la aparición de Agustín en mi casa y menos a esas horas de la noche, pero quería enterarme de todo, por más que me asustara el cuento.
–Me volví al rancho, tardé bastante porque estaba lejos, me asusté cuando vi a Jorgito con dos milicos revisando el rancho, más me asusté cuando no me vieron llegar y me pasaban por al lado sin mirarme. Entonce me acordé que la mamá de Rolo un día nos contó como eran las ánimas de los muertos. Ahí me asusté mucho, me parecía que yo era un ánima. Entonce me fui pal pozo en que me había caido y estaba casi todo tapado por una tusca, pero me vi ahí, no me miré demasiado porque me daba miedo, pero ahí estaba yo, muerto.
– ¿Y por qué vino para acá?
–Por el vinal me parece. El fuego del vinal me gusta demás, de ahora nomás, antes no me gustaba. Y lo mejor es que usted me escucha, hasta ahora es el único que me oye.
– ¿Cómo lo ayudo, Agustín?, no sé nada de ánimas.
–Dígale a la Rosa y al Jorgito que no me busquen más.
–Me parece que lo mejor va a ser encontrar su cuerpo así lo entierran y no lo buscan más.
–Vaya usté con mi hermano, no quiero que el Jorgito me vea de golpe.
–Bueno, si prefiere, yo mañana voy con Vastides a primera hora, ¿Dónde está el pozo?
Me indicó el lugar con lujo de detalles, mi susto se evaporaba ante la ausencia de peligro, Además no estaba seguro si estaba dormido o despierto o soñando.
–Me voy, don Joaquín, lo dejo dormir, gracias.
– ¿Necesita algo más?
–Sabe que sí, le pido que le diga a la mamá de Rolo que la voy a visitar esta noche, que haga fuego con vinal.
–Le digo, no se preocupe.
–El problema es que no sé como salir de acá, ella siguro que sabe lo que hay que hacer.
–Ojalá que lo ayude, yo le digo, que ande bien.
Lo vi levantarse sin emitir sonido alguno, cruzó el patio y desapareció.
***Fragmento de Tierras Grises® CJSinCT®

 

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Un perro en el camino

Posted by cruzsaubidet en marzo 28, 2018

Hace muchos años, en uno de mis veranos indigentes pero felices en el sur de Argentina, conseguí un lugar para dormir en una tapera cerca de un arroyo. Era más que nada un techo protector sujetado por unos trocos finos que dejaban pasar el frío y la luz de la noche de tormenta. Noche medio inquietante, silenciosa y desprotegida. Alrededor de la medianoche unos ojos se posaron en la entrada, ojos brillantes y aterradores. Acto reflejo agarré mi cuchillo y esperé su primer movimiento. Los ojos no se movieron por veinte minutos, yo tampoco hasta que un relámpago dejó al descubierto la calidad de perro de mi visitante. Nos hicimos amigos y me siguió durante cuatro días en mis paseos andinos. 

Después nos abandonamos, pero quedé en deuda y luego de veintipico de años decidí escribirle un cuentito. Su camino había sido dilatado, venía del norte quiero creer. Sin saber la razón, alguna fuerza desconocida lo incitó a correr. Mucho tiempo de ello, tal vez pasaron años.
Por algunas semanas su instinto le hubiera permitido el regreso pero no, esa fuerza oculta e inexplicable lo obligaba a seguir, siempre adelante. Unos días luego de su huida, recayó en un pueblito. Una gran ruta siempre transitada. Sin pedirlo siquiera, le dieron algo de comer en la puerta de un bar, no mucho, unos pedazos de carne cocida y bastante negra, comerlos le dio sed, salió corriendo y cruzó la ruta. Un estruendoso sonido agudo casi lo paraliza, saltó y en ese mismo instante vio una gran sombra que lo cubría. Ya podía estar inmóvil, temblaba quieto al costado del camino. Siguió su rumbo esa misma tarde, esquivando las rutas grises y buscando senderos terrosos que prometían mayor seguridad. ¿Dónde iba? No era una pregunta que se hacía. ¿Qué buscaba? Nada más que sosegar el instinto que lo regía, a veces contra su voluntad.
Durante meses caminó por caminos de tierra, varias veces estuvo tentado a asentarse en lugares donde era bien recibido y la comida no faltaba. En este país la comida no faltaría nunca, si no es en un plato, será cazada de una zanja en forma de cuis o perseguida en campos como liebre, perdiz, mulita, etc.
Pero su instinto lo condicionaba al ruedo de caminos, debía seguir. Los campos verdes y las estaciones transformaban el paisaje. Cruzó ríos por puentes o a nado, vagó por campos desérticos, por montes cerrados y por trigales brillantes.
Llegó el momento que su olfato ya no recordaba su procedencia, incluso su nómada vida no le permitía atesorar demasiados olores. Estos cambiaban día a día, mes a mes, año tras año.
Los campos se habían tornado áridos, el clima ventoso y la caza complicada, no por falta de habilidad sino por la escasez de presas. Por eso, luego de casi dos años de caminar hacia el sur, cambió su rumbo hacia el poniente. Más de un mes hubo de seguir ese periplo para que la situación mejorase. Había adelgazado bastante y se tornaba difícil procurarse agua. A duras penas la conseguía y llegó a comer serpientes y bichos que no conocía.
Vio el lago de lejos y corrió a su encuentro, no esperaba tal frescura del agua, salió temblando de frío, el calor del sol volvió a templarlo. A su alrededor todo era verde, los árboles altos con sus ramas lejanas no dejaban de asombrarlo. Se acercó a una casa, afuera, bastante gente sentada comía sin prestarle atención. Un hombre lo observaba, lo vio flaco y le ofreció alimento. No se movió de su lado hasta quedar saciado. El hombre se levantó, saludó a sus condiscípulos, se dirigió hacia una camioneta y lo llamó. No entendió el llamado, los años lo volvieron parco. Volvió el hombre a llamarlo y él se acercó. Lo invitó a subir a la camioneta, de un salto trepó a la caja. El camino era extraño, la tierra y las piedras se elevaban y descendían abruptamente. Se durmió.
Despertó en una ciudad, las calles eran azules o grises. Llegaron a una casa. El hombre descendió y caminó hacia la entrada. Dudaba de bajar, no lo hizo hasta que el amigo se perdió tras la puerta. Bajo la camioneta el pasto era agradable. Era de noche. No tenía hambre ni sed. Se durmió.
Despertó antes que el Sol se asomara, caminó por el barrio, todo era silencio. Escuchó que lo llamaban, corrió hasta la camioneta y trepó otra vez, el hombre le dio algo de comida. El viaje fue largo y lo irregular del terreno lo volvía monótono. Era mediodía, llegaron a un sitio campestre. Salió un hombre de una vivienda y saludó al conductor con amabilidad. Bajó de la camioneta y se acercó a una de las construcciones. Un gruñido lo puso alerta. El perro ovejero lo miraba con desconfianza y emitió un ladrido. Era grande el enemigo. Corrió hacia la loma. El ovejero se aburrió de perseguirlo pero él siguió la carrera. Desde la altura observó el pasto que brillaba y a lo lejos una mancha negra.
No le gustó y caminó hacia su derecha. La sed lo llevó hasta un arroyo, tomó agua y siguió caminando por la orilla. El suelo se hacía pedregoso y encontró una tapera. Allí pasó la primera noche. Sus necesidades estaban cubiertas, consiguió algunas presas y había buena agua. Era el momento del reposo. Decidió asentarse, le gustó el lugar.
Observó que alguien se acercaba. Entró a su casa. Esperaba que se fuera pronto, no sucedía. Llegó la noche, la persona prendió fuego. Percibió que el pájaro con el que convivía seguía adentro, decidió imitarlo. Se acercó a la entrada con sigilo. Apreció el temor del invasor, sabía que por miedo se pueden hacer locuras, así que no se acercó. Pasaron unos minutos y el hombre lo llamó, desconfiaba, a pesar de ello avanzó sigiloso. Ante el segundo llamado se puso a su lado. El hombre ya no le tenía miedo y le tocaba la cabeza. No recordaba cómo eran las caricias, gruñó sin pensarlo. Le gustaron, quería más, el hombre lo percibió y volvió a tocar su cabeza. Se sentía bien, ya no temía y apoyó su cabeza en los pies de su nuevo amigo.
Cruz J. Saubidet®

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Un dolorcito menor

Posted by cruzsaubidet en marzo 8, 2018

 

Se apartó un poco y se puso la camiseta. La abracé y se resistió. Noté que lloraba, supuse que no era de dolor. -¿Qué te pasa?- Seguía llorando.
Mi inexperiencia me hacía creer que le había hecho algo malo. La concepción machista nos ha convencido que las mujeres sufren más por amor que los hombres, ¡no es verdad!, Los hombres estamos obligados a no sufrir en esos casos, lo que es un doble trabajo ya que a pesar del dolor, tenemos que aparentar indiferencia. Esto hace más largas las agonías.
-Yo no quería que esto pasara. ¿Qué hicimos?
No hacía falta respuesta, el proceso químico de la atracción sexual había explotado en su caso y mi amor desmesurado sólo se había dejado llevar. En ningún momento me pareció que no quisiera.
-¡Qué vergüenza!
-¿Por qué?
-No sé, ¡ah qué vergüenza!, vamos, me siento muy rara.
-Yo estoy muy contento. Sin duda lo estaba, durante meses había soñado ese momento, no de esa forma, daba igual, la chica que amaba al fin había caído a mis brazos. Que inocente era, en realidad, estaba a punto de perder lo poco que tenía.
Traté de abrazarla mientras volvíamos. –Mejor no- me dijo. Y no me habló nunca más.

Cruz J. Saubidet®

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El momento justo

Posted by cruzsaubidet en julio 28, 2008

Nunca creí que fuera el mejor momento para hacerlo, pero como la situación lo ameritaba, decidí darle para adelante y hacer la prueba. Casi seguro de mi fracaso tomé el primer trago. Al contrario de lo que esperaba, no sentí nada extraño más que una inusual frescura recorriendo mi garganta, era como si pisara un mármol, pero mi garganta era mi pie descalzo. Tampoco sé si esa fue la sensación, porque comparar suele ser impropio de las almas escépticas como la mía. Así y todo, no puedo negar que mis esperanzas estaban bordeando la aventura, de la que suelo ser reacio.
Me habían asegurado que con un trago sería suficiente, pero como no sentía efectos, me tomé dos más. Ya no bajaban como mármol frío, ahora parecían almohadones de plumas que se negaban a superar el esófago, claro que yo ya no estaba ahí para contarlo.
Sentí como si mi cuerpo flotara y se me separasen las extremidades, no iban muy lejos, brazos y piernas flotaban a diez centímetros del cuerpo y sentía que mi cabeza también empezaba a alejarse del cuello. Lejos de asustarme, me maravillaba la sensación de poder mover los dedos aun estando desconectados de mi centro nervioso, incluso mi cerebro (y mi cabeza) ya se encontraban despegado de mi cuello. Hice unos experimentos, me cambié las piernas de lugar, puse un brazo pegado al cuello y posé la cabeza en mi mano y la hice girar cual pelota de basketball. Admito que eso me mareó un poco, pero a la vez me encantaba. Bajé mis piernas al piso y moví una y luego otra hasta que me pareció una distancia prudente, temía perder la conexión y que desaparecieran.
Mi cabeza dominaba los movimientos, quizás gracias a los ojos, la nariz y los oídos, o tal vez el cerebro, aunque la desconexión medular me hacía pensar que el poder del cerebro como amo y señor del ser humano era un mito y que hay algo invisible que dirige nuestras acciones.


El caso es que luego de quince minutos lúdicos comencé a extrañar mi cuerpo como una unidad y traté de juntarme. Lo hice, solo apoyaba a mi tronco los brazos y las piernas pero estos no se unían, solo quedaban donde les ordenaba. Algo estaba fallando y me empecé a preocupar. Me habían avisado que cada persona sentía algo diferente, pero nadie me comentó de un desmembramiento físico ni de la perdida de capacidades. Si bien había tomado tres cucharadas en lugar de una, los efectos deberían haberse terminado hacía varios minutos, sin embargo yo seguía descuartizado y sin descubrir como volver a la normalidad.
Mi tronco flotaba a un metro del suelo, sentía un poco de vértigo y por eso coloqué mis piernas debajo y las sostenía con las manos, pero, al ser las piernas mas pesadas que los brazos, cuando el tronco se movía (quizás por el viento) mis brazos quedaban sujetos a mis muslos y se separaban de mi cuerpo. Para mantener la cabeza sobre el cuello necesitaba mantener el cuerpo muy estático, pero una y otra vez el viento me movía y volvía a ser seis partes.
Si hubiera podido recostarme, me habría quedado así hasta que los efectos se fueran, pero era imposible, mi cuerpo nunca bajó de la altura de mis piernas.
Sentí ganas de vomitar, extrañas ganas de vomitar ya que la sensación estomacal buscaba una salida por la boca y esta no estaba conectada. Las arcadas subían hasta encontrar el tope del cuello y volvían al estómago. Respiraba bien, si bien el aire no llegaba a los pulmones, me daba la tranquilidad de que no iba a morir al menos por un rato. Las nauseas llenaron mi frente de un sudor frío y pegajoso que cubrió mis ojos, quedé ciego. Traté de limpiarme los ojos con una mano, pero cada pasada los empeoraba, ahora me dolían y los oídos me zumbaban. Perdí noción de la realidad, sentía que mis piernas y brazos volaban por los aires y se golpeaban entre sí, a veces pegaban contra mi cabeza, pero no podía ver hacia donde me disparaban. En un momento estaba muy lejos del cuerpo, eso creía porque mis sentidos estaban amulados. Quise gritar, pero las cuerdas vocales habían quedado en la parte del cuello, quise moverme pero era inútil, quise llorar pero mis ojos estaban demasiado irritados, quise morirme, pero no supe como.
Me encontraron dos días después, deshidratado y con la cara hinchada. Hace dos meses que estoy en una clínica, pero no recupero la movilidad de mi cuerpo. Mis ojos fueron sanados, pero mi cuerpo sigue ausente.
Ayer vino la enfermera con la botellita que encontraron junto a mí, me ofreció una cucharada pero me negué.
“Tome un poco”, me insistió, “un poco de ginebra no puede hacerle mal”
Cruz J. Saubidet®

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Una cosa lleva a la otra. (Parte 2)

Posted by cruzsaubidet en noviembre 30, 2007

La historia continua, el protagonista ha perdido gran parte de sus miedos y debe decidir como encarar las nuevas situaciones.

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Una cosa lleva a la otra. (Parte 1)

Posted by cruzsaubidet en noviembre 19, 2007

Siempre pienso que he llegado tarde a este mundo que me ha tocado, yo debería haber nacido hace miles de años y de esa manera habría disfrutado de mi anarquía. Porque yo soy anárquico. Aunque comprendo con claridad los controles gubernamentales y a la policía como males necesarios, nunca voy a terminar de aceptar que instituciones poderosas mantenidas con los impuestos limiten mi deambular por este mundo que me ha tocado en suerte. Sé con claridad que los controles y las leyes son imprescindibles, pero no por ello dejan de incomodarme.
Hace seis o siete años, invadió la Argentina una epidemia de ladrones. Siempre hubo ladrones; y mi país ostenta, casi con orgullo, un lugar de privilegio en esos aspectos. Pero la dolencia de esos tiempos fue significativa porque, si en la época “menemista” muchos que se quedaban sin trabajo ponían un kiosko, con De la Rua y los subsiguientes las opciones se acotaron a cartoneros y “chorros”.
De los primeros se han realizado miles de estudios, escrito ensayos diversos y, cualquier periodista con ansias de “progre”, realizaba un programa sobre ellos viajando en los trenes que cada tarde los llevaban del conurbano a Buenos Aires en busca de lo que tiran los que aun tienen algo que tirar. Por eso no hablaré de ese grupo y sí del segundo. Leer Más

Cruz J. Saubidet®

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